La víctima de esta historia estudiaba en un piso compartido y espiaba por las ventanas las horas libres. Coleccionaba cada recuerdo, cada mirada, cada escena que hurtase a la vida otra y las guardaba con mimo en el pequeño almacén de lo propio y lo ajeno. La variedad de lo visto, la falta de criterio en la compilación, el apilamiento desordenado, la otra vertiente de su distinguido orden cuando se enfrentaba a las cosas, aparecían violentos si se asomaba tras los visillos. Nunca discriminaba en los recuerdos a elegir. Nunca tuvo la virtud del olvido, ni cultivó la voluntad de fijar lo deseado en la memoria. No pudo, o no quiso, así, construir la historia de sus recuerdos. La víctima de esta historia compilaba con urgencia y no reflexionó la diferencia entre el recuerdo propio y el recuerdo del recuerdo ajeno donde él figuraba. Lo tomaba como con los dientes y lo hacía suyo, y nunca quiso saber que hay recuerdos que no nos pertenecen. Recuerdos de la vida de otro, que sólo conocemos por narración ajena a pesar de la inflexión en la vida propia, aunque fuesen vividos por un mismo cuerpo. Y aquí se tradujo el olvido en la biografía, la confusión de los años y lo sucedido, la experiencia sin reglas de aprendizaje, la acumulación de imágenes -ficticias si no le pertenecían, en la envidia si las anotaba. Desde la ventana escrutaba las fachadas de enfrente y veía a un ama de llaves hacer las camas, a un criado llegar por detrás y levantarle las faldas, palpar los pechos turgentes y excesivos, agarrar los muslos bajo el delantal, y la cara de placer del ama cuando en arranques de lucidez corría las cortinas. Comenzaba entonces el goce de la inventiva en el protagonista tumbado, retomaba la escena y siendo él tan presente, animaba el cuerpo del criado, rozaba los pezones del ama. Y lo recordó como si siempre hubiese estado allí, como si no existiese la masturbación simultánea solo en su cama.
Sumaba recuerdos extraños que viniesen de los áticos, o de los balcones inferiores de jovencitas, su mano alargándose a las cinturas de ellas, como cables eléctricos que pueden ir de acera a acera, en las alturas. Pero todo es el desnudo del joven cada noche. Como si se viese a sí mismo. La ventana abierta en verano, hombre en camiseta, torsos morenos e insultantes, mujeres en cortos camisones dejaban descansar sus muslos en el sudor de las rejas y las barandas. El protagonista apaga la luz y enciende un cigarro, suda también y deja a un lado la camisa y los libros. El joven de enfrente inicia el desnudo con la belleza de quien no es observado. Una respiración se hace fuerte. Engañan las estaciones aunque sea marzo, porque el recuerdo se fija en los meses de julio, todas las noches es julio y caen el pantalón y la correa al suelo, y no existen los pijamas. Descorre el protagonista levemente la cortina y mira el cuerpo desnudo a través de los cristales empañados. Será esta vez el recuerdo enredado al cuerpo del joven, quizá desatado en el delantal del ama, indiscriminados unos sobre otros. Anudados difícilmente los recuerdos, enferman las invenciones, la ficción duerme en el protagonista que anota uno a uno los recuerdos, que no ubica el espacio y el tiempo. Se elabora la biografía en los instintos. Nunca supo qué deseaba.
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